top of page
Foto del escritorBruno Dotta

La cama. Un capítulo de Narraton, la nueva novela de Bruno Dotta

El escritor y editor Bruno Dotta nos comparte un capítulo de Narraton, su flamante novela editada por La máquina eterna.




La cama era gigante, inmensa. Nos resultaba altísima, demasiado extensa de lado a lado y de pies a cabeza. Nos costaba muchísimo treparla. Cada noche, en cada siesta, subirse a la cama siempre era una tarea desgastante. Yo solía hacerle piecito y Paula hacía fuerza con las manos agarradas al borde del colchón mientras la empujaba hacia arriba. Una vez encima, ella estiraba los brazos hacia mí y tiraba de mis manos mientras yo pataleaba en el aire hasta que llegaba al borde y me impulsaba en dirección a la cima junto con ella. Si no fuese porque teníamos muy poca plata, apenas la justa para subsistir y llegar libres de deudas (como también de ahorros) a fin de mes, hubiésemos comprado una escalera. Pero ni siquiera para eso nos alcanzaba. De hecho, nuestro pasar económico era la razón que nos había llevado a comprar la cama en un primer momento. Porque, la verdad sea dicha, en realidad no era una cama lo que habíamos adquirido, sino una escultura gigantesca con forma de cama: una reproducción hiperrealista, obra de un escultor alemán llamado Klügge. El tipo había sido muy famoso por unos años hasta que se descubrió que sus obras no tenían nada de original (o siquiera creativo), sino que eran simples copias amplificadas de muebles hogareños como los que se venden en Sodimac. Desprestigiado y humillado, Klügge se vio en la necesidad de vender su enorme mobiliario. Por monedas, claro, a gente como nosotros que no contaba con lo justo y necesario, sino con lo mínimo y lo excesivo.


Si bien al principio costó acostumbrarse, le terminamos encontrando varios usos a su enormidad. Paula, por ejemplo, siempre que llegaba de la calle y se sacaba la campera o la bufanda, tiraba todo sobre la cama. Recuerdo ver desde la cocina cómo sus prendas volaban por los aires para depositarse en uno de los límites de la cama y caerles encima. A veces se quedaban unos segundos apenas sosteniéndose del borde, para después caer a sus pies, y Paula, ofuscada, aburrida, tenía que agacharse y volver a revolear la prenda de una acertada y definitiva vez. Algo similar pasaba cuando nos íbamos a acostar: mientras se desnudaba, ya sobre la inmensa estructura, iba dejando su ropa por cualquier lado, lejos, a metros de los dos, donde no pudiesen molestarnos en ninguna extensión de piernas o giro de medianoche. Y en algún momento yo empecé a dejar mis libros desparramados sobre la cama, hasta que con el pasar del tiempo, se fueron acumulando tantos que eran más los que había entre las frazadas que en los estantes de la biblioteca, a un lado y más abajo.


Pero el problema, o el más molesto de todos, era cuando teníamos que cambiar las sábanas o agregar una frazada en invierno. Paula, al rescate, había diseñado un complicado pero perfecto mecanismo hecho con poleas robadas de obras en construcción y tanza de bordeadora que, colgado del techo, nos permitía extraer y depositar la ropa de cama necesaria sin mucho esfuerzo. Aunque claro, podíamos llegar a tardar de cuarenta minutos a una hora en cambiar una sábana o agregar una frazada, dependiendo el caso. En general, solíamos agotar todos los espacios posibles en los que dormir a lo largo y ancho de la cama hasta que, debido al uso, era inevitable el cambio para su lavado. Éste era un lavado de sol. No existía lavarropas industrial lo suficientemente grande como para mandarlas en lavado y secado automático. Aparte, los kilos y kilos de jabón en polvo que harían falta, los litros y litros de suavizante. No, hubiese sido una locura. Así que cada tanto, algún día de sol fuerte y cielo despejado, las cargábamos en el ascensor hasta la terraza y las colgábamos del costado del edificio, donde recibían sol pleno casi todo el día. A todo esto había que sumarle que cada vez que cambiábamos las sábanas, nos encontrábamos una incontable cantidad de juegos de medias desparramadas. Porque Paula era muy friolenta y en invierno solía meterse a la cama temblando de frío, siempre vistiendo su alguna vez improvisado y de ahí en más predilecto pijama: pantalón gastado de tan fino casi invisible algodón, cualquier remera vieja que tuviese a mano entre las desparramadas sobre la cama y, por supuesto, medias. Así escapaba del frío y buscaba el calor en el aislamiento de las frazadas para, una vez alcanzado, librarse de esas coloridas y rayadas medias de algodón, y así, con los pies casi hirviendo, disponerse a abrigar los míos: siempre fríos, helados. Una de las primeras cosas que aprendí cursando la carrera de Medicina fue que éste era un síntoma que delataba que yo tenía mala circulación sanguínea; que no irradiaba la suficiente cantidad de sangre o con la suficiente constancia hacia los extremos de mi cuerpo. Al menos hasta que Paula aparecía con sus pies, calentitos y aterciopelados, para abrigar los míos y de paso rodearme entero entre sus brazos, refugiándome contra el frío, contra la noche, contra todo. Y cada vez que juntábamos extremos, que nos entrelazábamos uno con el otro y yo disponía mis manos en una caricia por entre su ropa y su piel, ella largaba un ¡ay ay ay! casi susurrado que enseguida se convertía en la más generosa entrega: me abrigaba, y al mismo tiempo sufría un escalofrío que duraba dos o tres instantes, hasta que la temperatura de mi cuerpo se igualaba con la suya.


Por supuesto, la cama también era un espacio óptimo para dejar volar la imaginación, prestarse al juego, pavear un rato. Yo era bardero y ella peleadora, así que solíamos chicanearnos mientras conversábamos acostados uno frente al otro, con las cabezas de costado, inclinadas sobre las almohadas gigantes. A veces directamente dormíamos de cuerpo entero sobre las almohadas; el problema era que había que distribuir bien el peso, sino, debido a la menor densidad del relleno, uno podía hundirse y no salir sin ayuda. Me imaginaba que algo muy parecido sería hundirse en arenas movedizas. En fin, yo enfrentaba a Paula y le decía cosas como si bien tenés una sonrisa hermosa, tus encías se imponen y rozan lo deforme, son bastante más grandes de lo normal, ¿no te parece? o la verdad que para ser una persona tan inteligente, decís muchas pelotudeces. Y ella, después de mirarme con el gesto de seriedad más falso que podía expresar, tratando de esconder una sonrisa que se podía percibir, en especial y afortunadamente, debido a la cercanía que manteníamos, se le notaba en los pequeños temblores de las comisuras de sus labios, como queriendo contener la réplica que se le ocurrió enseguida pero que no va a decir, de repente, en un veloz y ágil movimiento, volteaba sobre sí misma y me daba la espalda, simulando enojo y prepotencia. No se alejaba, se quedaba ahí, cerca, a la espera, a mí espera. A que yo la buscase en una acción que, entre besos, caricias y suave forcejeo, expresara una disculpa que en realidad no hacía falta, ni ella buscaba recibir. Pero la situación se prolongaba: Paula jugaba a ser presa que se deja atrapar, o era yo el perseguido, y nos emprendíamos en una persecución a pie por todo lo ancho y largo de la cama. Paula gateaba o corría conmigo atrás, pisándole los talones. Trepaba montañas hechas de los dobleces de la frazada arrugada, se metía en pequeñas cuevas formadas por almohadones apilados.


Y cuando realmente discutíamos o nos peleábamos, en vez de distanciarnos aprovechando el espacio inmenso que la cama aportaba, íbamos otra vez al encuentro, al choque literal. De repente, porque sí, porque así funciona, los dos queríamos ocupar el mismo lado de la cama. En general, sino siempre, Paula prefería el lado que la dejaba en una especie de resguardo entre la pared y mi cuerpo a metros de distancia, y yo siempre elegía el lado que daba a la nada, ese que me permitía dormir pegado al borde para poder sacar un poco la pierna y dejar un pie colgado en el aire, reposando al vacío. Pero no. Cuando peleábamos siempre buscábamos el mismo lado. Nos olvidábamos de nuestras mañas y adquiríamos las del otro en un acto de obvio capricho y entrometimiento. Entonces era una cuestión de quién llegaba primero a la cima para ocupar el lugar ajeno y reclamarlo en invasiva posesión. En esos casos, cada uno trepaba por su cuenta y, a pesar de que yo tenía más fuerza, Paula contaba con mayor habilidad para el alpinismo de muebles. Así que solía llegar primera, para colmo, y obviamente, al lado que yo pretendía. Pero no importaba que la cama pudiese albergarnos a los dos y mismo a otras tres o cuatro personas más del mismo lado, y sin siquiera tocarnos; sí, su tamaño lo permitía. No importaba, yo iba al punto exacto que Paula había elegido. Entonces el choque, el forcejeo y los empujones: una pelea de fuerza y destreza que no buscaba el sometimiento, sino más bien la ocupación. Y entre tanto combate territorial que nos embestía en un cuerpo a cuerpo era inevitable que ella me hiciese cosquillas, o que usara sus piernas para desplazarme en un enganche tan violento como sensual, o que yo la agarrase del culo para tirarla del otro lado, por encima mío. Todo esto enseguida nos hacía olvidar la pelea original y nos llevaba a otro plano. El enojo que nos teníamos cedía y trocaba en un juego, o lo direccionaba en un impulso sexual que, una vez instalado, nos disponíamos a concretar.


Si bien usábamos la cama para los múltiples fines ya expresados, también lo hacíamos para el más básico: dormir. Opacada la vigilia y entregados al descanso, cada uno ocupaba su lugar, encontraba su pose adecuada y se disponía al sueño. A veces nos dormíamos abrazados: una de sus piernas sobre las mías y la otra enredándose entre todas. Uno de mis brazos por debajo de su cuello, otro suyo sobre mi pecho, y el que sobraba quedaba atrapado entre los dos cuerpos, ese que para mayor comodidad debería haber sido sacable y ponible, como decía Paula. O nos distanciábamos desde un principio, con metros de vacío de por medio, para después quizás terminar entrelazados, uno arriba del otro, sus manos sobre mi cuerpo, mi cara sobre su hombro. Y durante el transcurso de la noche, ella se iría moviendo y despatarrando por toda la cama, mientras yo, entre sueños, nos destaparía desordenando las sábanas.


Teníamos esas manías y tantas otras. A veces yo leía mientras Paula dormía o estudiaba rodeada de apuntes y coloridos resaltadores. Entonces yo frenaba la lectura para mirarla. Recorría las líneas de su cuerpo distendido, de su cuello y cabeza inclinados en perfecta correspondencia paralela con el cuaderno sobre el que tomaba notas; prestaba especial atención a la curvatura de sus cejas fruncidas en un rictus de seriedad inmutable. Y cada tanto, Paula levantaba la vista y encontraba mis ojos en los suyos. Se acercaba y pegaba su cara a la mía. Enfrentados a milímetros de distancia, evitando el contacto pero cediendo ante el roce inevitable, sus ojos se volvían uno solo. Paula cerraba los ojos; desaparecía mi cíclope. Y yo empezaba a darle pequeños y superficiales besos por toda la cara: en los cachetes, sobre los párpados, en la punta de la nariz, a los costados de las orejas. Le daba un beso tras otro en una fuga de labios que siempre retornaba. De pronto me detenía. Ella entonces abría bien grande los ojos y hablaba en voz baja, casi en un susurro: no es suficiente aún, me decía. Así que yo me acostaba sobre Paula, la abrazaba fuerte y entre besos y besos nos hacía rodar por la cama, que era inmensa, gigante, con muchísimo espacio por el cual desplazarse. Y cada vez que llegábamos a un borde, a una esquina de la enorme y extravagante estructura, la voz de Paula parecía repetirse en un eco de aire: no es suficiente aún. Y seguíamos desplazándonos.



 

BRUNO DOTTA


Nació en Haedo en 1987. Estudió Letras y Edición en la Universidad de Buenos Aires. Aparte de escribir, trabaja como bibliotecario en la Universidad Nacional de Hurlingham y es editor en La Máquina Eterna, editorial de poesía y narrativa que dirige y cofundó en 2018. También se desempeña acompañando proyectos de escritura. Al momento fue publicado en diversas antologías de narrativa y publicó las novelas Se llama Mariana, le dicen Pola (La Máquina Eterna, 2021) y Narraton (La Máquina Eterna, 2024).

20 visualizaciones0 comentarios

Entradas recientes

Ver todo

Kommentare


bottom of page