Un cuento de Iván A. Silvero Salgueiro ilustrado por Lina.
Fue en una manzana chica de casas apiñadas entre un sinfín de medianeras: la vista era de terrazas y techos, losas y tanques de agua, ropas colgadas y, de fondo, la cúpula de una basílica.
Con dos torres por campanarios.
Al lado del templo, una antena gigante parecía atrapar la luna al salir, desde su cima la transmitía por horas. Bajo esa luz, en algún lugar de la manzana, habitaba un árbol frondoso. La imagen verde e inmensa se destacaba entre todas las construcciones. Sus dimensiones no encajaban con el entorno, era selvático y lleno de fauna, la copa parecía vivir un mundo propio.
Me tocó mudarme de apuro una noche fría, cosas de la separación. Era una casa deshabitada por años, con habitaciones repartidas alrededor de un pasillo largo, a la que llegué sin poder repararla o limpiarla antes. Tirado en un colchón, notaba los claros de la luna entrar por las rendijas de los postigos y el ruido de ramas y hojas moverse. Dormí sin sueños y, por la mañana, me puse a inspeccionar la casa entera buscando cada desperfecto por arreglar. Me estaba haciendo idea de su abandono hasta que, subido al techo, fue la primera vez que lo vi.
Un perro empezó a ladrar en la terraza de al lado y yo no entendía si era a mí o a toda esa vida que el árbol parecía llevar.
Al tiempo de estar instalado comencé a hacerme amigo de los vecinos, y entre charla y charla comenté sobre el árbol. Nadie entendió de qué hablaba, pregunté en qué casa podía estar, pero ninguno supo contestarme. Me resultó extraño.
Intrigado, en varias ocasiones toqué timbres con la excusa de presentarme y averiguar algo, pero todas eran negativas y caras de incredulidad. No tenía sentido, en las noches podía escuchar el ruido del follaje con el viento y en el amanecer una multitud de pájaros, pero esa realidad no se condecía con la de los vecinos: una visual de puro cemento y losa y, bajo estas, pura vida envuelta en cáscara de medianeras. Ante mí el árbol era una realidad ajena a este pedazo de urbe, y hasta podía ver que sus ciclos ocurrían en cuestión de semanas: florecía en amarillos, rebozaba de frutas después, y luego se volvía de un color dorado, las hojas como mariposas cayendo. Nunca le faltaba sombra para dar.
Mientras me ocupaba en arreglar mi casa, innumerables veces dudé de esta percepción mía, en contraste con la de los vecinos. Decidí investigar, ponerle el cuerpo a esta incertidumbre y encontrar el árbol con mis propios recursos; trepé un día la medianera, y del otro lado me encontré con dos chicos jugando a las espadas con ramas, los saludé haciendo bromas con la expectativa de que esas ramas fueran del árbol que buscaba, pero no supieron decirme su origen, sólo estaban caídas en el patio. No entendí qué podía estar ocurriendo y mi curiosidad creció aún más. Me aferré al canto de una ventana para irme mientras los chicos gritaban que me quedara a jugar, fui saltando patios profundos a la par que sus voces quedaban atrás, observé las entradas de una incansable hilera de viviendas, donde en cada timbre a la calle se abrían pasillos como racimos con más timbres y vidas detrás. Me puse a observar desde la altura y bajé cuando me pareció ver algún indicio del árbol.
Sobre un piso levantado como si cruzaran raíces por debajo me encontré con la escena del cuerpo morrudo y desvelado de una mujer amamantando a una beba y dándole indicaciones a dos críos más grandes: el varón, con alguna discapacidad en las piernas, caminaba con esfuerzo; la nena, más tímida, leía en un rincón un libro colorido. Los reconocí de alguna charla con vecinos, pensé en ofrecerle ayuda a la madre. Al verme en la altura, me invitó a bajar. Hablamos y, mientras daba la teta, le comenté del árbol, pero solo se quedó pensando. Me ocupé de la cocina un momento mientras ella dejaba durmiendo a la beba y abrigaba a los otros dos. Más tarde empecé a arreglar las camas esperando alguna respuesta por las raíces que asomaban en su patio, acomodé ropas y dejé las ventanas abiertas para que el aire y la luz entraran por completo. Me habló todo el tiempo de que olía a verde, a hojas, a musgo, a vegetación tupida desde algún lugar que no lograba ubicar. Cuando empezaron a posarse los pájaros en las ventanas, vi que los chicos bostezaban y decidí que ya debía volver a los techos.
Una capa de pájaros pareció seguirme a partir de ahí, flameaba tras de mí al andar y reposaba sobre las losas cuando me detenía.
En mi camino, bajo aleros o asomando de buhardillas olvidadas, me tropecé con gatos pequeños abandonados. A cada techo que cruzaba había más y más. Me llamó la atención esa vida sin dueños ni compañía. No podía seguir sin darles un destino y, mirando las ventanas, me di cuenta de que eran la mejor opción para hombres solos. Para las torpezas en el afecto y el cuidado solo un animal podía enseñarles a ser afectivamente para el otro. Bajé hasta un entrepiso y saludé a un hombre con un libro en la mano y un pulóver puesto. Una gatita blanca y negra quedó con él, le di instrucciones de hacer lo mismo con más cachorros y partí rápido antes que se arrepienta. Desde ahí otro grupo de gatos grandes me acompañó en todo el camino, en las noches dormían a mis pies y durante el día saltaban conmigo las medianeras mostrándome incluso por dónde ir.
No fue fácil entender el nerviosismo de los animales cuando pasamos delante de ventanas oscuras, ni fue agradable descubrir violencia en parejas tras los vidrios, y del dolor y la indignación ayudé a escapar a quien no sabía o no podía defenderse, una puerta abierta oportunamente, una nota secreta dando aliento y confianza y hasta alguna ayuda externa de quien pudiera cobijar a quien no entendía cómo irse. No busqué confrontar, sino que, secretamente, me alié a otros vecinos para lograr esto. Gatos y pájaros parecían así conformes.
Seguí mi camino por los techos zigzagueando sin un posible trazo directo, a veces magullado de las caídas, otras cortado o raspado por las canaletas, mientras el árbol con el viento sonaba a lluvia de gotas gruesas, presente e inalcanzable.
Cuando se levantó un ventarrón con hojarasca bajé a cobijarme en casa de un anciano sentado frente a una radio. Me presenté, me dijo que había escuchado de mí y me invitó a conversar, me requirió preparara un té, le propuse acompañarlo con lecturas, encontré un libro ajado guardado en un cajón -sus poesías secretas-, las leí y recordé con él algunos versos clásicos de memoria; puse mucho oído para escuchar con atención sus recuerdos desordenados: de niño jugaba bajo un árbol muy muy grande y ahora soñaba todos los días con él. Me dijo que debía estar cerca porque él siempre vivió en ese lugar y nunca se alejó del barrio. Una sensación de miedo y certeza me dio cuando su pelo blanco y abundante sonaba a hojas con el viento.
Decidí despedirme y subir de vuelta a los techos. No paraban de ladrar unos perros.
El árbol durante todo este peregrinar estuvo siempre a mi vista, pero no se condecía el tiempo que tardaba en alcanzarlo con las distancias en esta manzana chica, muchos mundos nos separaban. Desde un costado distinto siempre, lo veía con brisa y cosa agradable, deseé estar a su sombra, quise poder subirme a una rama y ver las casas desde ahí, pero, por más convicción que le ponía, no había manera de que la siguiente medianera fuera la última. Desfallecía de anhelo. A partir de ese momento apuré el paso sin volver a parar, acompañado de nuevo por los animales que ahora eran más con las lagartijas y los abejorros. Trepé las losas, tomé agua de los tanques, dormí a la intemperie mirando las nubes y robé comida de las cocinas humeantes. El árbol todo el tiempo ahí. Con las noches aprendí a olvidar mi vida bajo techo, a no extrañarla, el árbol era mi estación deseada, pero este no se dejaba alcanzar.
Ya cansado, me recosté sobre un tragaluz que daba a una escalera por demás angosta para todo ese laberinto de desniveles que conformaban las terrazas. Respiré profundo y vi la luna ascender trepando la cúpula de la iglesia y la antena después. Como último esfuerzo, me decidí a encarar por esa escalera hasta que me encontré una puerta que daba a una habitación mínima, un altillo; ya en este usé un banco para alcanzar una claraboya.
Trepé metiendo mi cabeza, luego mi cuerpo y crucé a un pedazo de techo, arriba de todo. Parado sobre este último desnivel un blanco lunar permeaba toda la vista. Al darme vuelta mi sombra se dibujaba entre la antena y la iglesia, la línea de techos dibujaba un tronco sobre la manzana y cada pasillo que se habría hacia los lados se expresaba como ramas.
Los pájaros, los gatos, las lagartijas y los abejorros se sacudían como hojas sobre las terrazas.
IVÁN A. SILVERO SALGUEIRO
Sociólogo. Escritor de narrativa y poesía.
Paraguayo en la Argentina.
Publicó el libro de cuentos La lluvia, en Chile y Paraguay, así como en revistas literarias argentinas. En narrativa fue finalista del concurso del Banco Itaú, mientras que en poesía ganó el concurso Carmen Soler. Integrante del grupo de poetas Esquina Trejo, de la zona sur del GBA. Experto detector de dealers de chipá y sommelier de yerba mate. Participó en talleres literarios desde su llegada al Río de la Plata.
Comunista ante tanto mundo reaccionario.
LINA
Es periodista que con el tiempo devino ilustradora. De 2015 a 2021 realizó historietas e ilustraciones para el diario de la Universidad Nacional de la Matanza y otros medios periodísticos. En estos dibujos, abordó temáticas vinculadas a la ciencia, el género, el medio ambiente y los derechos humanos. Es muy feliz bocetando animales, pero si tuviera que elegir uno en particular, ese sería el oso.
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